25.5.11

2067, réplica a Ariel Kanievsky

Mi réplica, tal como prometí, al post de Ariel Kanievsky que, imaginando un escenario hipotéico en 2067, especulaba sobre el futuro de Israel. Quizás me equivoque en todo, o quizás no, ¿quién sabe?


2067, Tel Aviv


Aquí seguimos. Pese a todo lo que hemos soportado estos últimos cien años. Mis nietos han pasado por las mismas etapas de vida que yo tuve que pasar: rutina diaria bajo medidas de seguridad excesivas para un país democrático al uso, opinión pública mundial desfavorable, servicio militar, y, al menos, una guerra. Intentamos mejorar la situación y alcanzar la convivencia desde que el Estado Judío nació, en 1948. En la Declaración de la Independencia puede leerse que Israel quiere la paz con sus vecinos. El acuerdo de paz que alcanzamos en 2013, auspiciado por el reelegido Barack Obama, sólo duró un lustro. Después vinieron dos acuerdos de paz más. Hasta hoy.

Los territorios palestinos ocupados –según la ONU, eran territorios en disputa, pero nadie los llamaba así-, Judea y Samaria, Cisjordania o el West Bank, la denominación que se prefiera, nos dividieron como nación y casi como pueblo. Sacar a los colonos de la mayor parte de los asentamientos fue más duro aún que sacarlos del Sinaí y de Gush Katif a la vez. Se estuviera o no a favor de permanecer allí, a los israelíes nos dolía en lo más profundo ver a nuestros soldados desalojando de sus hogares a nuestros compatriotas. Cómplices de los asesinos de la familia Fogel, llegaron a espetar a los soldados encargados de la tarea. Incluso se les maldijo y se les condenó al guehinam. Se consiguió que los santos lugares para el judaísmo pudieran ser visitados y que el ejército israelí pudiera escoltar a los israelíes que así lo hicieran. Los altercados por ello fueron puntuales, pero escasamente dramáticos.

18.5.11

#15M de 2020.

Éramos muchos. Todos reunidos y convocados de forma espontanea, sin líderes, sin estructuras organizativas, sin jerarquía. Nos movía la indignación que provoca percatarse de que no hay futuro, o al menos, no uno mejor que el disfrutaron nuestros padres. Intentamos no hacernos eco de ninguna etiqueta ideológica o partidista. Queríamos un cambio, y que los protagonistas fuéramos nosotros, no los oportunistas mediáticos que se fueron apuntando.

Teníamos varias referencias, pero Mayo del 68 era nuestro paradigma. Mala elección. Como declaró uno de sus líderes, Daniel Cohn-Bendit, relativamente poco tiempo antes de nuestra movilización, refiriéndose a tan nostálgicos días: ganamos socialmente, pero políticamente, perdimos. Nosotros estábamos abocados al mismo sino, al mismo resultado: sólo cambiarían cosas puntuales, la estructura básica contra la cual luchábamos seguiría intacta. No éramos un poder constituyente, éramos un poder cibernéticamente constituido. Un poder bello, melancólico, romántico…pero virtual, al fin y al cabo. El verdadero poder lo ostentaban –y lo ostentan- otros. Nosotros sólo nos ganamos el derecho a quejarnos en la calle y en las redes y resultar simpáticos, pero la toma de decisiones estaba muy lejos de nuestras manos.

En los prolegómenos de nuestra convocatoria, un periodista, que simpatizaba con nuestra causa, escribió que para las revoluciones, primero, hace falta pasarse por la biblioteca, y fundamentar las reivindicaciones. Aborrecíamos a los intelectuales y académicos, ellos eran cómplices de la permanencia y desgaste del sistema actual. Al fin y al cabo, solo queríamos un cambio rápido, y lo queríamos ya. No queríamos, y no habríamos sabido, discutir sobre teorías políticas o administrativas. Queríamos un trabajo estable y bien remunerado cuanto antes, queríamos menos políticos, queríamos que los banqueros fueran borrados del mapa, o al menos su estructura de negocio financiero –intereses abusivos en los préstamos y créditos, amén de la concesión de hipotecas- y dejar de levantarnos de la cama, día tras día, sabiendo que ocuparemos puestos de trabajo que detestaremos hasta que seamos casi bisabuelos. Queríamos vivir mejor y dejar de oír monsergas sobre recortes, mercados, crisis, deudas y todo ese tenebroso –y que, desgraciadamente, no entendíamos- vocabulario que marcó nuestra madurez inerte y sin oportunidades.

Aguantamos hasta las elecciones del domingo 22 de mayo. Transcurrieron con normalidad y algún político que simpatizó con nuestra causa prometió recoger nuestro testigo y continuar por otros medios la lucha que comenzamos en las redes sociales y luego en la calle. Ahí se quedo todo: en palabras, quizás bienintencionadas, pero vacuas, caducas, inválidas. Años después la situación económica mejoró y el eco que fuimos conservando sobre todo en internet fue perdiéndose en la apatía que trajo una nueva era de bonanza económica. Nuestros enemigos volvieron a ganar y nuestros amigos, como siempre, fueron interesados que sólo querían disfrutar de la posición de los primeros. Los que se arrogaron como nuestros líderes de nuestro movimiento acabaron siendo peores que los que nos llamaron perroflautas, ni-nis, y comunistas disfrazados. Acabaron siendo peores que los que nos compararon con la revolución bolchevique, o con todas las movilizaciones de masas que acababan en matanzas. No queríamos la muerte de nadie, queríamos la muerte del sistema. Pero no sabíamos ni cómo era el engranaje de ese sistema, ni cómo acabar con él.

Fue una semana sazonada de rabia e ilusión. Paradójicamente mezcladas. No teníamos ni idea de cómo conseguir lo que pedíamos y nos equivocamos en casi todo. Los cauces para ello nos resultaban extraños, y ahí es en donde debíamos centrarnos: en acercar esos cauces a la gente de a pie como nosotros. Nos equivocamos. Nos dejamos llevar. Perdimos.

Tuvo razón ese periodista: las revoluciones tienen que alimentarse en las bibliotecas. El chispazo pueden darlo 140 caracteres, pero su éxito y aceptación precisa de lecturas, debates, reflexiones y coherencia. De lo que carecíamos.

16.5.11

Cómo viví la muerte de Bin Laden en EEUU, y lo que leí a mi regreso

Desde que el mundo se hizo más pequeño gracias a Internet, lo genuino de presenciar un acontecimiento histórico, si bien no ha perdido un ápice de valor, si se ha hecho más accesible. Si hoy hubiera caído el Muro de Berlín, lo habríamos presenciado en directo desde la perspectiva de los asistentes que habrían grabado videos con sus teléfonos móviles y que habrían relatado al instante en las redes sociales cada movimiento y anécdota cercana, y habríamos obtenido muchos más detalles que si hubiéramos estado allí. Desde casa cómodos en el sofá, eso sí, el acontecimiento lo hubiéramos recibido desde innumerables prismas. Yo actué así con la celebración y la euforia que desató en EE UU el anuncio de que Bin Laden había muerto en un asalto a su residencia de Pakistán a manos de los Navy Seal.

Euforia en New York

La primera noche que llegué a New York –venía desde la reunión anual del American Jewish Comitee, en Washington DC- después de cenar en el West Side de Manhattan –una de las mejores hamburguesas kosher que he probado jamás- un coche se paró en seco en el lado de la acera por el cual yo caminaba y al grito de ¡U S A! me anunció la noticia: Osama Bin Laden has been killed! Independientemente de cómo encajé la noticia, estaba completamente incrédulo ante mi situación: no llevaba ni dos horas en New York, y en la primera visita que hago a la Gran Manzana anuncian que han matado al hombre que ordenó la masacre de 3.000 personas llenándola de sangre y horror, y que es también el símbolo de la Cuarta Guerra mundial que vivimos –la tercera fue, enre 1948 y 1989, la Guerra Fría. Inmediatamente conmocionado por la noticia, y después de leer en varios medios de Internet que, efectivamente, no era ningún bulo o rumor extendido, sino que la Casa Blanca lo había confirmado y la comparecencia de Obama se emitiría en una hora, decidí sin más demora dirigirme a la Zona Cero, en donde ya se agolpaban miles de personas para festejar la muerte del enemigo número 1 de Estados Unidos.

El ambiente que se vivía en el World Trade Center, parecía más el de un 4 de julio que el de un final de guerra, cuando los marines vuelven victoriosos. El himno americano, Barras y Estrellas, se cantó hasta la saciedad –inmortalicé con mi cámara de video un himno especialmente hermoso y emotivo cantado por dos chicas neoyorkinas- junto con el tradicional ¡U S A! y con algunos insultos light a Bin Laden y a Al Qaeda. El puritanismo funciona, en España o en Latinoamérica, nos habríamos acordado de toda la familia de Bin Laden y de sus allegados. Se reunieron bomberos, marines, policías -todos ellos con sus uniformes de gala- estudiantes, padres de familia, y turistas. No hubo ni altercados, ni descerebrados que acaban rompiendo escaparates y montando trifulcas como en las celebraciones futbolísticas o en manifestaciones antiglobalización. Si es moralmente reprobable celebrar la muerte de alguien, en el mundo y en el contexto histórico en el que vivimos, por muy malo que fuera, es una X que quedó despejada de la ecuación en las celebraciones.