Éramos muchos. Todos reunidos y convocados de forma espontanea, sin líderes, sin estructuras organizativas, sin jerarquía. Nos movía la indignación que provoca percatarse de que no hay futuro, o al menos, no uno mejor que el disfrutaron nuestros padres. Intentamos no hacernos eco de ninguna etiqueta ideológica o partidista. Queríamos un cambio, y que los protagonistas fuéramos nosotros, no los oportunistas mediáticos que se fueron apuntando.
Teníamos varias referencias, pero Mayo del 68 era nuestro paradigma. Mala elección. Como declaró uno de sus líderes, Daniel Cohn-Bendit, relativamente poco tiempo antes de nuestra movilización, refiriéndose a tan nostálgicos días: ganamos socialmente, pero políticamente, perdimos. Nosotros estábamos abocados al mismo sino, al mismo resultado: sólo cambiarían cosas puntuales, la estructura básica contra la cual luchábamos seguiría intacta. No éramos un poder constituyente, éramos un poder cibernéticamente constituido. Un poder bello, melancólico, romántico…pero virtual, al fin y al cabo. El verdadero poder lo ostentaban –y lo ostentan- otros. Nosotros sólo nos ganamos el derecho a quejarnos en la calle y en las redes y resultar simpáticos, pero la toma de decisiones estaba muy lejos de nuestras manos.
En los prolegómenos de nuestra convocatoria, un periodista, que simpatizaba con nuestra causa, escribió que para las revoluciones, primero, hace falta pasarse por la biblioteca, y fundamentar las reivindicaciones. Aborrecíamos a los intelectuales y académicos, ellos eran cómplices de la permanencia y desgaste del sistema actual. Al fin y al cabo, solo queríamos un cambio rápido, y lo queríamos ya. No queríamos, y no habríamos sabido, discutir sobre teorías políticas o administrativas. Queríamos un trabajo estable y bien remunerado cuanto antes, queríamos menos políticos, queríamos que los banqueros fueran borrados del mapa, o al menos su estructura de negocio financiero –intereses abusivos en los préstamos y créditos, amén de la concesión de hipotecas- y dejar de levantarnos de la cama, día tras día, sabiendo que ocuparemos puestos de trabajo que detestaremos hasta que seamos casi bisabuelos. Queríamos vivir mejor y dejar de oír monsergas sobre recortes, mercados, crisis, deudas y todo ese tenebroso –y que, desgraciadamente, no entendíamos- vocabulario que marcó nuestra madurez inerte y sin oportunidades.
Aguantamos hasta las elecciones del domingo 22 de mayo. Transcurrieron con normalidad y algún político que simpatizó con nuestra causa prometió recoger nuestro testigo y continuar por otros medios la lucha que comenzamos en las redes sociales y luego en la calle. Ahí se quedo todo: en palabras, quizás bienintencionadas, pero vacuas, caducas, inválidas. Años después la situación económica mejoró y el eco que fuimos conservando sobre todo en internet fue perdiéndose en la apatía que trajo una nueva era de bonanza económica. Nuestros enemigos volvieron a ganar y nuestros amigos, como siempre, fueron interesados que sólo querían disfrutar de la posición de los primeros. Los que se arrogaron como nuestros líderes de nuestro movimiento acabaron siendo peores que los que nos llamaron perroflautas, ni-nis, y comunistas disfrazados. Acabaron siendo peores que los que nos compararon con la revolución bolchevique, o con todas las movilizaciones de masas que acababan en matanzas. No queríamos la muerte de nadie, queríamos la muerte del sistema. Pero no sabíamos ni cómo era el engranaje de ese sistema, ni cómo acabar con él.
Fue una semana sazonada de rabia e ilusión. Paradójicamente mezcladas. No teníamos ni idea de cómo conseguir lo que pedíamos y nos equivocamos en casi todo. Los cauces para ello nos resultaban extraños, y ahí es en donde debíamos centrarnos: en acercar esos cauces a la gente de a pie como nosotros. Nos equivocamos. Nos dejamos llevar. Perdimos.
Tuvo razón ese periodista: las revoluciones tienen que alimentarse en las bibliotecas. El chispazo pueden darlo 140 caracteres, pero su éxito y aceptación precisa de lecturas, debates, reflexiones y coherencia. De lo que carecíamos.