17.4.07

Reflexiones de Yom HaShoa

Seré sincero. Lo intento siempre. Escribir es, en suma, una confesión personal. También, el medio por el cual el escritor –el confesor- se siente más libre.

Me confesaré. Pues.

El tiempo me empuja, contra mi voluntad. Sin yo quererlo, me arrastra por esta tragicomedia que llamamos vida dejándome rapiñar momentos –trágicos o llenos de dicha- inolvidables. Fugaces.

Pero cada 27 de Nisan –este año ha tocado el 16 de Abril- el tiempo me da un respiro en su infatigable carrera. Cada 27 de Nisan, Día de Recuerdo del Holocausto para el pueblo judío, el tiempo se para. Frena. Y me lleva a esos tenebrosos lugares en donde la humanidad se desvaneció. En donde se produjo la voladura de los límites del hombre. En donde desgarradores gritos de dolor y tantos litros de sangre y lágrimas yacieron sin miramientos, en silencio, del resto de los mortales. En donde aconteció el absoluto: el mal absoluto, y único. En donde un mar de tinieblas y niebla gris lo inundó todo. Lugares en que, después de todo lo que sabemos sobre lo que en cada uno de ellos sucedió, ni tan siquiera podemos imaginarnos la décima parte del grado de infamia de las atrocidades que perpetraron. Desde los primeros intentos de cámaras de gas, utilizando la parte de atrás del camión llena de judíos como habitáculo para asfixiarlos mediante el gas del tubo de escape, hasta los experimentos de Mengele, el Ángel de la Muerte, el cual arrojaba a bebes vivos a los crematorios para comprobar lo que sucedía o inyectaba gasolina en los corazones de sus cobayas para investigar las consecuentes reacciones físicas, pasando por la utilización del pelo para almohadas, de la ceniza humana para asfalto, horcas, fosas comunes, asfixia, torturas en las que la muerte para el torturado llegaba como una bendición…culminando en el cenit del asesinato industrial con las cámaras de gas de Auschwitz que, en su máximo apogeo, segaban la vida a miles de personas al día. Indescriptible. No se nos hizo para entender tanta barbarie.

Todo ello, todo, maquillado con una jerga burocrática impecable, y con una administración tecnócrata volcada en la tarea suprema: Eliminar el virus judío de la faz de la tierra. Pese a que la Alemania nazi necesitaba dinero y personal a raudales para luchar contra el resto del mundo en una guerra que ellos ansiaron y sacralizaron, no escatimaron ni un céntimo en sacar a millones de ciudadanos civiles –sin olvidar la represión legislativa y social a la que fueron sometidos en la antesala del exterminio-, ajenos a todo conflicto armado, sin distinción de sexo, edad o ideología, -sólo se les requería un abuelo judío según las leyes de Nuremberg de 1935- de las sociedades a las cuales conquistaron, confinarlos en guetos, dándoles constantes hálitos de esperanza –os regalamos barrios y ciudades que dejamos a vuestra administración, decían-posteriormente deportarlos a campos de concentración en donde se les extirpaba hasta el último aliento de vida y se les borraba la persona que algún día fueron, se les utilizaba de esclavos en fábricas armamentísticas creadas para tal ocasión, y , si el prisionero había conseguido aguantar todo el insufrible proceso, cuando ya no le quedaban fuerzas para cargar una sola piedra, se le enviaba a la cámara de gas. A la fumigación de los insectos. De los no humanos, como no se cansa de repetir Hitler en su neurótico Mein Kampf : el judío, ni siquiera animal.

Seis millones. Seis. Millones. Jamás el mundo había conocido algo así. Los soldados soviéticos –que ya conocían, ni más ni menos, el Gulag estaliniano- que liberaron Auschwitz no estaban preparados para lo que vieron. Capas de manteca humana de medio metro en los hornos crematorios, cadáveres apilados cual leña para chimenea, cámaras de gas a pleno rendimiento, salas de tortura, experimentos científicos con resultados inenarrables, sacos de hueso y carne, reclusos, sin alma, sin vida. Zombies…Lo fotografiaron todo. Estaban convencidos de que nadie les creería.

Por estas, digamos, reflexivas fechas –están cerca el Día de la Independencia de Israel y el Día del Recuerdo a los caídos en las Guerras- siempre examino, analizo o indago sobre algún tema en concreto referido a la Shoá: Sobre los orígenes de la tragedia, sus causas, sobre el negacionsimo, su banalización por los antisionistas –antisemitas- al referirse al pueblo palestino, la ignorancia de muchos sectores judíos al respecto, la gloriosa resistencia en Guetos como el de Varsovia capitaneada por el héroe Mordejai Anielewicz, los intentos de nuevo Holocausto por parte de Irán o Hamas, el acoso a Israel, la gran importancia de la lucha contra el olvido…

Este año, me acordé mucho durante el día de los soldados cautivos de Israel. De Guilad Shalit, Ehud Goldwasser y Eldad Reguev. De los desaparecidos como Ron Arad, Zachary Baumel, Yehuda Katz, Zvi Feldman y Guy Hever. Ellos, son los miembros del ejército gracias al cual no se ha producido otro Holocausto, otro genocidio. Ellos, que no solo luchan para defender a Israel, sino a todos los judíos del mundo. Desde una guardería en Haifa, una sinagoga en Bruselas, hasta el servidor que está sentado apacible en su ordenador escribiendo estas líneas, cada soldado israelí no solo lucha por la defensa y existencia de un país el cual vive amenazado desde el mismo día de su creación, y la primera guerra que pierda será la última, no sólo. Lucha también por la vida y dignidad de cada judío que habita por este mundo, sea ultraortodoxo, ateo, comunista, capitalista, ingeniero o pintor. Se declare antisionista o negador del Holocausto. Y ninguno de los que no conocemos el olor de la pólvora o el pánico de vigilar un puesto a plena noche, nunca alcanzaremos a comprender todo lo que les debemos. Ya que, se lo debemos todo. Todo.

Si no fuera por el coraje y la valentía de los jóvenes soldados que aseguran la existencia del Estado de Israel, ningún judío en la Diáspora podría lucir la cabeza alta, ni tener un refugio en el cual guarecerse en caso de que los bárbaros –como bien le decía el tío Eliseo a Guido- vuelvan a tener poder de acción. Ganas de sangre siempre tienen.

Pensando en las millones de almas que se esfumaron tan solo hace 62 años, y en el sufrimiento de los héroes que están prisioneros, fuera de sus hogares, mi corazón se reprime. En un puño. Me pregunto, ¿merezco el sacrifico de mis semejantes? Tan cómodo desde mi cueva, ¿soy merecedor de la sangre que se ha vertido para que tenga la facilidad de escribir estas líneas?

No es nada freudiano. Es algo inherente. Está dentro de mí. Jamás podré calibrar el sufrimiento, la injusticia y las persecuciones que me han traído hasta aquí. Desconozco como puedo ser digno de la herencia a la cual, pese a todo lo que acarrea, no renunciaré jamás. Espero que, algún día, desde donde estén, mis ancestros puedan observar con orgullo lo que hecho con la vida que me han otorgado siendo un miembro digno del pueblo que, pese al milagro de sobrevivir al exterminio, a decidido gritar al mundo al unísono que no pereceremos sin presentar batalla.

Zijronó Lebrajá para los Seis Millones de Víctimas del Holocausto, y para todos los judíos que siguen muriendo por el hecho de serlo. JAI ISRAEL.

2 comentarios:

pacobetis dijo...

Genial reflexión Eli. Con tu permiso la voy a reproducir integra en mi blog.

Eli Cohen dijo...

Gracias querido pacobetis. No hace falta que me pidas ningún permiso.

Shalom amigo