Reitero, de nuevo, que no me ocupa, ahora, saber si la historia es completamente ceñida a los hechos o no. No quiero investigar si Mark Zuckerberg se valió de jugarretas y deslealtades para crear Facebook, lo que en este momento me importa es diseccionar lo que dicho film ofrece fuera de lo anterior.
Y es que, alejado de los cánones a los que nos suele acostumbrar la pantalla, para Zuckerberg el éxito no es ostentar una cuenta bancaria de muchos ceros mediante la exposición pública y social de coches, mansiones, ropa y demás lujos. Zuckerberg, simplemente, quiere dejar de ser un don nadie al que miran por encima del hombro los miembros de los elitistas clubes de Harvard. Le importa un bledo su aspecto o cualquier formalidad de cara al público, ni siquiera su atención se centra al cien por cien en las banalidades que se debaten en los procesos judiciales millonarios que tiene que soportar, él ha cambiado el mundo, está –se cree- por encima de cualquier otro mortal. Pese a la repulsión que podemos llegar a sentir por el personaje durante el largometraje, es fascinante cómo se perfila su percepción del mundo, su aislamiento, de todo lo que le rodea: tan alejado está de lo que tiene alrededor que igual luce chanclas en un día de nieve o es quizás la única persona que presta atención a la arquitectura de una discoteca. Guste o no, cada uno tiene su propia concepción del éxito y de la realización personal. Y sí, en su pirámide personalizada de Maslow, Zuckerberg, ha llegado a la cúspide.
Por todo lo anterior, es pintado como un asshole, friki, prepotente y tremendamente presa de sus complejos. Ciertamente, el suceso disparador de Zuckerberg -el hecho que repercute en el individuo de tal forma que lo convierte en creador, puede ser una película, una pelea familiar o un mal rato en un avión, cualquier cosa- es el rencor hacia una chica que acaba de plantarle por la misma razón antes esgrimida: su obsesión por no ser un expediente académico más en la prestigiosa Universidad afincada en Boston. A partir de aquí su genio se desborda y es capaz de hackear toda la red de Harvard, robar o moldear una idea, según se mire, sobre todo desde el prisma de los gemelos Winklevoss –íconos del éxito y de la exclusividad que tenemos, de entrada, en nuestro subconsciente- o por parte del ex mejor amigo de Zuckerberg -y futuro Spiderman- Eduardo Saverin, y cambiar el mundo con ella. Porque, al fin y al cabo, sólo hace falta una jodida buena idea para hacerlo. Como bien nos mostró Christopher Nolan en su descomunal Inception, el parásito más corrosivo y eficiente que existe es una idea.
Pese a la molestia de aquellos que conciban, al salir de la sala, a Zuckerberg como un cretino, ladrón de ideas y traidor, después de haber sentido durante la película el deseo irresistible de hacerle bullying, lo cierto es que el billonario más jóven del mundo que protagoniza el film es un genio acomplejado que, gracias a ello -y no pese a ello-, y sin tener un palmarés de masters, prácticas y premios o sin lucir un aspecto atractivo ni poseer estilo en la vestimenta o don de gentes, ha llegado a la cima del mundo.
2 comentarios:
Este tipo de opiniones son la antítesis de lo q me empuja al autismo mental de reflexión post-peli. Me alegra leerte. Un abrazo
El holocausto merece segunda parte.
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