9.11.10
Sergio Brivta, un ciudadano
Expliquémoslo, pues.
En el video que está un poco más abajo, a parte de ver una entrega de premios propia en lo estético de los países del bloque del Este durante la Guerra Fría -en fin, eso es un asunto interno de los polacos-, observamos, con un gesto simple pero asombroso, el claro y cristalino resumen de la situación geopolítica en Oriente Medio que lleva trayendo de los pelos al mundo entero desde hace más de medio siglo. Brivta, que se ha alzado con la medalla de oro, ofrece la mano en saludo al segundo en el podio, un ciudadano de Irán y, este último, la rechaza. Acto seguido suena el Hatikva y al israelí -que sube al podio ataviado con una bandera de Israel y una camiseta en la que se lee el nombre de su país- luce un orgullo emotivo sazonado con alguna que otra lágrima. Su mirada llega a conmover. Es normal, se ha jugado la vida por su país durante al menos tres años, y sigue alerta para defender su precioso regimen de libertades. El video acaba.
Y ya. No necesitamos más. Mientras que el iraní, por miedo a represalias o por odio, lleva la demencial política de su país hasta un gimnasio perdido de Polonia, el ciudadano israelí, olvida -ni siquiera creo que llegara a pensarlo- que el jefe del gobierno de Irán quiere borrarle del mapa, olvida que Irán financia a aquellos que antes volaban en pedazos en autobuses y cafeterías y ahora -gracias a la valla de seguridad- lanzan misiles desde Gaza, olvida que en Irán se han hecho conferencias de negación del Holocausto y se ha promovido la mofa a dicha barbarie con viñetas y sátiras televisivas. Olvida lo que le separa de ese hombre, ese igual que tiene a su lado.
Y lo hace porque la voluntad de Israel es vivir, no morir. Lo hace porque la voluntad de Israel es la paz, aunque le obliguen a hacer la guerra. Lo hace porque en Israel hay ciudadanos y no súbditos como en Irán. Lo hace, en suma, porque el ha ido a una competición deportiva no a un campo de batalla.
No hace falta que recurra a ninguna cita de Golda Meir para acabar, en el gesto de Brivta están implícitos todos los mensajes que la legendaria líder sionista quiso transmitir.
1.11.10
La Red Social: El éxito en nuestros días
Reitero, de nuevo, que no me ocupa, ahora, saber si la historia es completamente ceñida a los hechos o no. No quiero investigar si Mark Zuckerberg se valió de jugarretas y deslealtades para crear Facebook, lo que en este momento me importa es diseccionar lo que dicho film ofrece fuera de lo anterior.
Y es que, alejado de los cánones a los que nos suele acostumbrar la pantalla, para Zuckerberg el éxito no es ostentar una cuenta bancaria de muchos ceros mediante la exposición pública y social de coches, mansiones, ropa y demás lujos. Zuckerberg, simplemente, quiere dejar de ser un don nadie al que miran por encima del hombro los miembros de los elitistas clubes de Harvard. Le importa un bledo su aspecto o cualquier formalidad de cara al público, ni siquiera su atención se centra al cien por cien en las banalidades que se debaten en los procesos judiciales millonarios que tiene que soportar, él ha cambiado el mundo, está –se cree- por encima de cualquier otro mortal. Pese a la repulsión que podemos llegar a sentir por el personaje durante el largometraje, es fascinante cómo se perfila su percepción del mundo, su aislamiento, de todo lo que le rodea: tan alejado está de lo que tiene alrededor que igual luce chanclas en un día de nieve o es quizás la única persona que presta atención a la arquitectura de una discoteca. Guste o no, cada uno tiene su propia concepción del éxito y de la realización personal. Y sí, en su pirámide personalizada de Maslow, Zuckerberg, ha llegado a la cúspide.
Por todo lo anterior, es pintado como un asshole, friki, prepotente y tremendamente presa de sus complejos. Ciertamente, el suceso disparador de Zuckerberg -el hecho que repercute en el individuo de tal forma que lo convierte en creador, puede ser una película, una pelea familiar o un mal rato en un avión, cualquier cosa- es el rencor hacia una chica que acaba de plantarle por la misma razón antes esgrimida: su obsesión por no ser un expediente académico más en la prestigiosa Universidad afincada en Boston. A partir de aquí su genio se desborda y es capaz de hackear toda la red de Harvard, robar o moldear una idea, según se mire, sobre todo desde el prisma de los gemelos Winklevoss –íconos del éxito y de la exclusividad que tenemos, de entrada, en nuestro subconsciente- o por parte del ex mejor amigo de Zuckerberg -y futuro Spiderman- Eduardo Saverin, y cambiar el mundo con ella. Porque, al fin y al cabo, sólo hace falta una jodida buena idea para hacerlo. Como bien nos mostró Christopher Nolan en su descomunal Inception, el parásito más corrosivo y eficiente que existe es una idea.
Pese a la molestia de aquellos que conciban, al salir de la sala, a Zuckerberg como un cretino, ladrón de ideas y traidor, después de haber sentido durante la película el deseo irresistible de hacerle bullying, lo cierto es que el billonario más jóven del mundo que protagoniza el film es un genio acomplejado que, gracias a ello -y no pese a ello-, y sin tener un palmarés de masters, prácticas y premios o sin lucir un aspecto atractivo ni poseer estilo en la vestimenta o don de gentes, ha llegado a la cima del mundo.