19.12.10

Un Concierto contra el olvido

Practicamente, desde que tengo uso de razón, y debido a que en mi casa tuvieron el jodido empeño de tener siempre presente de donde venimos y hacia donde vamos, me han sido familiares los términos Holocausto, Shoá, Auschwitz, nazis...etc Huelga decir que, debido a ello, soy un luchador impenitente contra el olvido y me he empeñado, desde que soy adolescente, en enseñar a las presentes y futuras generaciones todo lo que aconteció anteayer en términos históricos, entre otras cosas, para que no vuelva a ocurrir.

Por ello mismo, igual que siento "satisfacción" porque en la conciencia general el término Auschwitz es conocido con todas sus implicaciones, siento, por otro lado, no ya asombro, sino estupefacción al comprobar que nadie -excepto los pocos que tenemos en nuestra genética eso de que el mal existe y algo habrá que hacer contra ello- sabe lo que fue el Gulag. Parafraseando un pasaje desolador del libro Koba el temible de Martin Amis:

"...Todo el mundo ha oído hablar de Auschwitz y Belsen. Nadie sabe nada de Vorkutá ni de Solovetski...Todo el mundo ha oído hablar de Himmler y Eichmann. Nadie sabe nada de Yeyov ni de Dzeryinski..."


Así de sencillo, así de terrorífico. El subtítulo del citado libro reza: La risa y los 20 millones. La risa de todos esos intelectuales occidentales que fueron cómplices, que no oyeron cómo esas millones de vidas perecieron en el helado silencio de Siberia -sin contar las que perecieron en los sótanos de la Stassi de Berlín oriental, o en la desolada Rumania del matrimonio Ceaucescu, por ejemplo. Todo vale cuando la ideología se adueña de tu cerebro, o en la mayoría de los casos, te ayuda a pagar la hipoteca y algún que otro lujo en el pérfido sistema capitalista, claro.

No sólo gracias a libros como el de Amis recientemente, o el Archipiélago Gulag de Solzhenitsyn que está en las estanterias desde hace medio siglo, sino también gracias al cine, hemos ido descubriendo, los que hemos querido abrir los ojos, todo lo que había detrás del telón de acero. La vida de los otros, Good bye, Lenin! o Katyn, han sido obras maestras del cine europeo que han sabido purgar los pecados de un contienente que ha tenido la mala costumbre de mirar hacia otro lado. Y, El Concierto, que es la que me ha dejado sin aliento este fin de semana, -y es a la que quiero hacer una mención especial- es la que más ahonda en la conciencia y en el corazón entre todas ellas. Con Tchaikovsky de por medio, no hay duda, la pedagogía fluye mejor.

Radu Mihaileanu, el director, que ha hecho entre otras El tren de la vida o Vete y Vive, nunca me ha convencido. Y el haber tenido prejuicios sobre él ha servido para que se desbordaran todas las expectativas. El Concierto, pues, cuenta la historia del director de orquesta Andrei Filipov, degradado a limpiador por el régimen soviético de la era Breznev por haberse negado a expulsar de la célebre Bolshoi a músicos judíos. Le rompieron la batuta en mitad del Concierto para Violín de Tchaikovsky, el cual no pudo terminar siendo humillado ante una audiencia plagada de críticos, periodistas y demás personas con repercusión e influencia. Por casualidad, limpiando en el despacho del actual director del Bolshoi, descubre un fax del Teatro Chatelet de París en el cual invitan a la orquesta rusa a dar un concierto. A partir de aquí, Filipov decide reunir una orquesta y, a espaldas del auténtico jefe de la Bolshoi, poder acabar el concierto que le interrumpieron 30 años antes.

La historia es contada con una ternura que rebosa en cada fotograma de la película y con un sentido del humor lúcido, creando situaciones estrafalarias y cómicas que atrapan al espectador desde el primer momento. El reclutamiento de músicos para la orquesta y todo el lío que montan para ir a París y durante su estancia allí recuerda mucho a El tren de la vida, al cine cómico francés, al difunto Luis de Funes y sobre todo a un clásico de nuestros días: Full Monty. La ambientación en Moscú se pasa un poco de rosca, pero la fotografía y el montaje siguen siendo impecables. Filipov, el protagonista, es ese héroe caído en desgracia al que a todos nos resulta simpático -como él hubo tantos en la URSS que fueron relegados al olvido, como también lo fueron los que tuvieron peor fortuna y acabaron en la fosa congelada del algún Gulag. Decidió plantar cara a un régimen opresor y poderosísimo y fue humillado y mancillado, y ahora, durante la duración del metraje deseamos que se culmine su revancha, sin saber todo lo que rodea a esta. No sólo le cogemos cariño a Filipov, también a toda su cutre pandilla de músicos rusos que han sido reclutados de los confines más inhóspitos de Moscú.


Pero por encima de todo, la película es un canto -un concierto, nunca mejor dicho- a la lucha del ser humano contra la tiranía, una denuncia feroz contra el totalitarismo comunista -sí, co mu nis ta, alto y claro- que tantos quisieron ignorar, un poema en pos de la Libertad y de todo lo maravilloso que podemos alcanzar como humanos. Un homenaje a todas esas personas asesinadas y defenestradas bajo la bota soviética y que aun hoy permanecen en la ignominia del anonimato. Una voz delicada y a la vez poderosa, en favor de todos aquellos que se jugaron el pellejo por los que han sido considerados peligrosos por los tiranos. La revancha no es un fusilamiento, o la profanación de tumbas de los jerifaltes soviéticos que murieron apaciblemente en la cama. No. Es terminar una obra inacabada. Una obra que consideraron subversiva y enemiga de un régimen que muchos quisieron ver, desde sus apacibles casas al otro lado del muro, un paraíso.

El final es apoteósico, inmenso. Melanie Laurent -que hemos podido verla como protagonista en Malditos Bastardos- nos regala una interpretación sobrecogedora. Un desenlace inmejorable que, sin que te des cuenta, te deja la cara empapada en lágrimas. Es lo que tiene la belleza, cuando es unviersal, es pura democracia: nos hace a todos igual de llorones y nos deja
estupefactos tanto en la sala de cine como en el salón de casa.



Es, cuanto menos, un alivio, que el viejo continente esté revisando sus verguenzas. Sin embargo, mientras continúe el silencio cómplice ante el palmarés de millones de muertos que dejaron los de la hoz y el martillo por pensar diferente, por quejarse o incluso por defender la integridad de una orquesta, todos seremos responsables para con todas esas personas anónimas, sean judíos, católicos, ateos, músicos, escritores y en la mayoría de los casos, simplemente, personas que no se plegaron ante lo que consideraban que estaba mal.

El Concierto es un hermoso homenaje a todos ellos. Sin excepción.

1.12.10

Viena, una venganza en frío

Acabo de regresar del Seminario Diplomático Regional que organizó el Ministerio de Asuntos Exteriores de Israel en Viena para jóvenes líderes judíos. El cartel de los conferenciantes fue impresionante, y desde el Embajador israelí en Austria, hasta la diplomática dominicana Michelle Cohen pasando por Ohav Abydan analista de redes del Ministerio, nos brindaron nuevas perspectivas y herramientas para nuestra labor: luchar contra la desinformación e intoxicación que pesa sobre Israel en todo el mundo. Pero esta burbuja de trabajo diplomático no nos pudo arrancar la sensación que transmite la estancia en la antigua capital del Imperio Austro-húngaro.

Viena es lujosa, colosal. A diferencia de Praga, que sigue siendo mi segunda ciudad favorita-Si te olvidare Oh Jerusalem...-, en Viena se han edificado edificios del siglo XXI en perfecta combinación con las construcciones antiguas. El frío es seco y junto con las calles del centro de la ciudad, con el mercado navideño a los pies del impresionante Ayuntamiendo, o con el andar zigzageante de la judería, envuelve, seduce. Conquista.

Estuvimos para los servicios religiosos del Shabbat, en la única sinagoga que los nazis dejaron en pie durante la ocupación, la cual se construyó 1895. Su decoración es demasiado barroca para mi gusto de raices sefardíes, pero asombra e impone. Una de las entradas al barrio judío es una pequeña escalera coronada con una placa recordando a Theorodor Herzl y los días en los que, en Viena, escribió Der Judenstaat.



El último día estuve paseando por Stephenplatz con su imponente catedrla gótica, y visité la Casa de Mozart, que está inteligentemente convertida en museo y en donde lo más atractivo resulta ser los líos del alcoba que tenía y las teorías incipientes sobre las causas de haber muerto más pobre que una rata.

Las cuatro horas que tuvo de retraso mi avión de vuelta fueron un pequeño precio que pagué por haber visto y sentido Viena bajo la nieve.

En Viena, ir a rezar a una sinagoga , observar en silencio y bajo un cielo plomizo el monumento a las víctimas del Holocausto que se levanta en el centro del barrio judío, hablar de cómo ayudar al Estado de Israel y combatir a sus enémigos en un hotel a 20 metros de donde los nazis establecieron una de tantas sedes para administrar su terror, ha sido algo único. Una venganza que se sirve fría y que jamás servirá para restituir el incalculable daño que hicieron Hitler y sus acólitos con el beneplácito de la mayor parte del planeta, pero al fin y al cabo, como nos recordaron en Escape de Sobibor: Nuestra mejor venganza es sobrevivir.